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Instituto de Ingenieros de Chile

El Instituto de Ingenieros de Santiago de Chile, creador de los Anales del Instituto de Ingenieros, que hemos reeditado, se constituyó en octubre de 1888, por iniciativa de treinta profesionales, algunos de ellos con cierto prestigio en obras públicas, minería, levantamientos territoriales, docencia universitaria y administración. Un mes antes, a través de una convocatoria aparecida en la prensa y una invitación distribuida por carta, llamaron a “todos nuestros colegas, especialmente a los que tienen conocimientos más generales, invitándolos a echar las bases de una sociedad o círculo”. El objetivo, tal como se lee en el primer número de su órgano institucional, los Anales del Instituto de Ingenieros de Santiago de Chile, fue fomentar el “desarrollo y unificación de los conocimientos profesionales y realizar la unión y armonía de entre los que están llamados a ser beneficiados por la ingeniería, y a beneficiar al mismo tiempo al país”.

Aunque por sí solos esos objetivos evidencian partes iguales de altruismo, interés nacional y sentido de grupo, creemos que el fin más inmediato y hasta quizá más honesto fue el que se desplegó en la convocatoria citada más atrás. Hoy –se lee en ella– “que en el país se van a iniciar trabajos de gran importancia, en los que está comprometido un reducido personal de ingenieros nacionales, es cuando más necesitamos de la unión y del estudio para mancomunar nuestros esfuerzos, con las luces de la colectividad”.

Así, la reunión de los ingenieros chilenos en el Instituto fue la reacción natural del gremio ante las políticas gubernamentales implementadas en la última parte del siglo XIX, las cuales estuvieron lejos de satisfacer sus aspiraciones.

Al Instituto le precedieron tres organizaciones, una de ellas de menor alcance: el Instituto de Ingenieros y Arquitectos (1873). Sin embargo, su antecesor más directo fue la Sociedad de Matemáticos (1881), agrupación formada por estudiantes de Ingeniería con el espíritu de servir de espacio para el intercambio de conocimientos tecno-científicos en un ámbito complementario a la universidad. En mayo de 1888 dicha organización tomó el nombre de Sociedad de Ingeniería, manteniendo el norte fijado en sus inicios. En la primera entrega del Boletín de la Sociedad de Ingeniería (1894) se confirmaba que su propósito era científico y pedagógico:
“La Sociedad de ingeniería [...] trata de fomentar el cultivo de las ciencias físicas y matemáticas, así como sus aplicaciones. Actualmente, dentro de sus aspiraciones, trata de conseguir y disponer los elementos necesarios para completar la instrucción profesional de los ingenieros que salen o están por salir de la Universidad del Estado. Con este fin es que ha adquirido los instrumentos necesarios para obtener la familiarización de su uso, ha recibido y sigue recibiendo con regularidad las principales revistas y periódicos nacionales, y las más importantes publicaciones científicas extranjeras”.
Como la institución fue heredera de la Sociedad de Matemáticos, sus miembros fueron jóvenes con pocos años de experiencia, pero interesados en los números y aficionados a las ciencias. Ese perfil más bien científico e intelectualmente inquieto quedó plasmado en su Boletín..., que sólo completó cuatro entregas, en las que se recopilaron trabajos extensos de un nivel de especialización cuyo acceso estuvo reservado a entendidos en la materia y que incluían una serie de estudios sobre trigonometría, resistencia de materiales, álgebra, fotogrametría, entre otros. El Boletín... fue una revista científica en propiedad, de la que se excluyó cualquier opinión gremial en torno a las necesidades de la profesión en el contexto de fin de siglo. Asimismo, los jóvenes miembros de la Sociedad procuraron cultivar vínculos con sus profesores, algunos de los cuales fueron convertidos en socios honorarios, como Luis Ladislao Zegers, Washington Lastarria y Leopolodo Poppelaire, procurando así mantener el perfil disciplinario –no gremial– que estaba en su espíritu. Pasaron pocos años para que, algunos de sus fundadores como Augusto Bruna, Alejandro Guzmán, Luis Risopatrón y el propio Santiago Marín, se convirtieran en autoridades en diferentes temas de Ingeniería, coronando así carreras universitarias exitosas con un rápido posicionamiento en el horizonte laboral de la profesión.

Es significativo que, en un tiempo decisivo para la Ingeniería, convivieran dos entidades que agrupaban a los ingenieros, lo que, por un lado, demuestra el afán asociativo alcanzado a fin de siglo, pero también la dislocación entre el ‘ser’ disciplinario y el ‘ser’ gremial. Si bien en estricto rigor la Sociedad y el Instituto no eran competencia, su simultaneidad restó fuerza a la ingeniería en un tiempo de imperiosa cohesión. Baste constatar la pobre figuración que tuvo la primera, al punto de haber quedado, hasta aquí, al margen de la historia de la ingeniería chilena, aun cuando hacia 1900 tenía prácticamente el mismo número de miembros que el Instituto. Este último, por su parte, si bien fue efectivo en sus estrategias de posicionamiento, necesitó sumar miembros para responder a las tareas que se autoimpuso. Sin ir más lejos, a principios de la década del noventa vivió una crisis financiera provocada por el bajo número de cuotas percibidas, lo que, salvando la crisis pos Guerra Civil, habla de una asociación con insuficiente poder de convocatoria. Esta duplicidad de esfuerzos quedó resuelta en 1900, cuando ambas se fusionaron en el renombrado Instituto de Ingenieros de Chile. En ese acto la Sociedad aportó ciento nueve de los doscientos treinta y cuatro miembros registrados como tales ese año. En la edición del 15 de enero de los Anales... se expresaba:
“La agrupación de todos los ingenieros, constructores e industriales en un solo centro, la fusión en una sola de sociedades similares que ejercitan los mismos medios y tienen tendencias, aspiraciones e ideales idénticos, obedece a muy poderosas razones y permite, por la reunión de mayor número de voluntades que convergen a un mismo fin, abrigar más confianza en la propia fuerza y, como consecuencia, desarrollar un esfuerzo útil más intenso, tender el vuelo más alto, manifestar mayor atrevimiento en la empresa y desplegar mayor pujanza en la ejecución”.
El Instituto buscó la representación amplia de todos los miembros de la profesión, sin distinción entre civiles, geógrafos o de minas, por entonces las especialidades vigentes. En el artículo primero de sus estatutos se lee: el “Instituto de Ingenieros está destinado a estrechar los vínculos profesionales y a fomentar los conocimientos teóricos y prácticos de la ciencia del ingeniero”, reconociendo tácitamente el sello genérico que caracterizó a la ingeniería chilena durante el siglo XIX. La opción por la representatividad de todos los sectores distaba del espíritu con que entidades similares se habían organizado para estrechar vínculos gremiales en el primer mundo. Éstas lo hicieron sobre la base de especialidades, dada la segmentación que se podía hallar a fin de siglo y con mayor razón en el siglo siguiente. En Estados Unidos, por ejemplo, cada especialidad tuvo su propia sociedad profesional, con membresía reservada a quienes cumplieran con requisitos que las hacían inaccesibles para muchos. De acuerdo con los estatutos de 1916 de la American Society of Mechanical Engineers, sólo podían ser miembros quienes tuviesen más de treinta y dos años, hubieran participado del diseño o ejecución de trabajos relevantes en su campo, y consiguieran cinco cartas de recomendación. Para ser miembro de número del Instituto de Ingenieros de Santiago de Chile, en cambio, bastaba con ser arquitecto, agrimensor o ingeniero, chileno o extranjero residente en el país, o cualquier persona que “por sus conocimientos pueda[n] cooperar al desarrollo y progreso del Instituto”. Sólo se excluyó a los estudiantes de nivel inicial de la carrera, pues los alumnos de cursos superiores sólo se podían incorporar como aspirantes.

La reunión de todos los ingenieros en el Instituto fue un anhelo que se enfrentó a la dispersión geográfica propia del oficio en el siglo XIX, acentuada a fines, dada la cantidad de obras en ejecución. Sólo tomando el censo de 1895 como referencia, la distribución de profesionales en el territorio era de quinientos treinta y uno en Santiago versus seiscientos veintiocho en provincias, con Valparaíso (cien) y Concepción (ochenta) como las con mayor concentración después de la capital. De ahí que muchos no pudieran responder a la convocatoria o, bien, tuvieran que restarse por estar sirviendo lejos de Santiago, lo que los sometía a una realidad distinta, más precaria y no necesariamente imbuida de las metas asociativas de los ingenieros capitalinos, que en gran parte ejercieron como funcionarios en el Ministerio y Dirección de Obras Públicas. Sin ir más lejos, hacia 1900 se reconocía que era socio del Instituto “el 90% de los ingenieros empleados al servicio del Estado”. Pero para los ingenieros de provincia, asistir a reuniones, pagar un monto mensual y participar de las decisiones del Instituto involucraba un nivel de compromiso no siempre fácil, dadas las condiciones de aislamiento en que solían desarrollar su trabajo.

Desde sus inicios, el Instituto se autoimpuso la tarea de situar a la Ingeniería en el mapa profesional de Chile, buscando superar su papel autopercibido de “meros debutantes o de simples colaboradores de intelectos de otras nacionalidades”. Para ello buscaron estrechar vínculos con el gobierno, la universidad y la industria, aprovechando las redes que tenían en esos ámbitos. “No dejaremos de llamar la atención de los señores socios”, se lee en un número de los Anales... correspondiente a 1894, “hacia el hecho de que numerosos miembros de nuestra institución ocupan preeminentes puestos en la administración pública y en las instituciones privadas de más importancia en el país, lo que, al mismo tiempo que es una satisfacción para nosotros, es un indicio de que mucho podrá el instituto en su propaganda si es que quiere ponerla decidida al servicio del país”.

A este grupo de buena posición pertenecieron Domingo Víctor Santa María, por entonces director de Obras Públicas y Uldaricio Prado, decano en ejercicio de la Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas, tal vez, los más emblemáticos por tratarse de las cabezas de las áreas profesional y académica de la ingeniería chilena. Pero no fueron los únicos: sólo por nombrar algunos, podemos citar los nombres de: Ramón Nieto, Francisco San Román, Santiago Muñoz, Macario Sierralta, Juan Emilio Mujica, Daniel Barros Grez, Valeriano Guzmán, Ruperto Solar, además de otros de menor figuración, quienes fueron conformando la primera nómina del Instituto, la que se incrementó sostenidamente hasta superar los doscientos treinta socios a fines del siglo. Hacia 1912, los ingenieros en el parlamento eran trece, entre diputados (ocho) y senadores (cinco). En ese grupo se encontraban: José Pedro Alessandri, Arturo Besa, Augusto Bruna, Joaquín Echeñique e Ismael Valdés; entre los primeros estaban: Enrique Döll, José Ramón Herrera, Eleazar Lazaeta, Miguel Letelier, Domingo Matte, Álvaro Orrego, Luis Porto Seguro y Guillermo Subercaseaux.
 
Los ingenieros que dieron vida a esta organización, a fines del siglo XIX, estaban convencidos de que su profesión estaba llamada a cumplir un papel fundamental en el proceso de modernización que viviría el país, en el siglo XX.Estas expectativas se vieron plenamente cumplidas. Esto fue claro luego de que se produjera el ascenso de Carlos Ibáñez a la presidencia, el año 1927. Se  inició, a partir de entonces, una etapa distinta en la historia de esta profesión, debido al ingreso masivo de profesionales a la alta administración pública, imponiéndose en forma progresiva los criterios técnicos por sobre los políticos.

Los ingenieros de la primera mitad del siglo xx se apropiaron con decisión de los espacios conquistados personalmente y a través del Instituto. Si bien la culminación de sus afanes llegó con la incorporación de muchos de ellos a la CORFO, también es cierto que, desde el inicio de la centuria y con el avance de las décadas su participación será lenta, pero crecientemente valorada en ámbitos derivados de su nueva definición como administradores. Sus opiniones sobre la organización del Estado, las políticas macroeconómicas –incluida la monetaria– el papel de los privados en la producción, por nombrar sólo algunas, adquirirán cada vez mayor relevancia en los ámbitos público y privado, tribunas desde las cuales promoverán cambios de largo aliento.

Esta organización gremial contó con un medio de difusión oficial, para dar a conocer sus puntos de vista y para difundir el trabajo desarrollado por sus miembros: se trata los Anales del Instituto de Ingenieros de Chile.

En junio de 1889 apareció su primer número. En enero de 1957 los Anales... pasaron a llamarse Revista Chilena de Ingeniería y Anales del Instituto de Ingenieros, aunque con el tiempo la frase Anales... se presentará en letras más chicas. El cambio fue el resultado de la fusión del Instituto con la Asociación de Ingenieros de Chile (ASINCH), entidad surgida en 1939 para evitar la incorporación de la especialidad comercial a las titulaciones de Ingeniería y “mantener al ingeniero dentro del plano que le corresponde, de acuerdo con los progresos técnicos y científicos”. La Asociación publicaba una revista con ese nombre desde 1943, por lo que la unión de ambas entidades el 24 de febrero 1957 puso fin a la “marca” Anales, el primero y más activo de los soportes propagandísticos que alguna vez conocieran los ingenieros chilenos.

Esta revista, que mantiene su continuidad hasta el día de hoy, se transformó en mucho más que un medio institucional. En las páginas de esta revista nuestros ingenieros pudieron dar a conocer su trabajo científico y sus estudios técnicos. Junto con ello, pudieron dar a conocer su visión sobre las políticas que convenían al país, para enfrentar los procesos de modernización que estaba viviendo, en forma cada vez más acelerada.
 
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