


Bello, Andrés (1781-1865) |
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Tres períodos biográficos: Venezuela, Inglaterra y Chile Andrés Bello nació en Caracas, Venezuela, el 29 de noviembre de 1781. Fue el hijo mayor (de ocho) de Bartolomé Bello, respetado músico, abogado y funcionario de la administración colonial. Creció durante un período de auge económico y de reformas administrativas que elevaron el país al rango de capitanía general. Recibió una educación extraordinaria para la época, que personalmente recordaría siempre con aprecio. Como era común, sus estudios secundarios y superiores consistían en trienios de Latín y de Filosofía (que abarcaba desde la Lógica a las Ciencias Naturales), recibiendo su bachiller en Artes en 1800, época en que era ya reconocido por sus méritos académicos. También para esa época, había dado lecciones de Literatura y Geografía a Simón Bolívar, tan sólo un año y medio menor que él, y participado en algunas excursiones con el gran científico alemán Alejandro de Humboldt, de quien absorbió un interés por la ciencia y, quizá, algún conocimiento de las teorías lingüísticas de su hermano Guillermo. Inició estudios de Leyes y de Medicina, pero los dejó para asumir como Oficial Segundo en la secretaría de gobierno en 1802. Su carrera como funcionario fue exitosa (fue ascendido a Oficial Mayor en 1809) y de ninguna manera un obstáculo para cultivar intereses literarios, sobre todo en poesía y gramática. Sus deberes le permitieron participar en proyectos de gran escala, como la vacuna contra la viruela, empresa que probablemente reforzó su evaluación positiva de las reformas del gobierno Borbón. En 1808, asumió la responsabilidad principal en la redacción de la Gazeta de Caracas (desde su fundación hasta 1810), el primer periódico de Venezuela, y uno de los primeros en el continente. 1808 fue el año en que el destino del imperio español, y el suyo personal, cambió para siempre con la invasión napoleónica de la península Ibérica. Mantuvo su puesto en el gobierno de la Capitanía General durante el difícil y confuso período en que las juntas españolas de gobierno se sucedían unas a otras, y las líneas de comunicación con ultramar se hacían cada vez más precarias. Fue quizá a raíz de su competencia administrativa, más su conocimiento de lenguas (francés e inglés, además de latín), que la primera Junta de Gobierno de Venezuela le llamó a permanecer en su cargo una vez que el Capitán General Vicente Emparan fue depuesto en abril de 1810. Muy poco después, zarpó con rumbo a Inglaterra junto a Simón Bolívar y Luis López Méndez como miembros de la primera misión diplomática venezolana, con instrucciones de gestionar la protección de Gran Bretaña en el caso de una invasión francesa, o de represalias por parte del Consejo de Regencia en España. Permaneció en Inglaterra por diecinueve años, un período enormemente importante para su desarrollo intelectual y político, pero también lleno de penurias económicas, frustraciones y tragedias personales. En Londres conoció y se transformó en un admirador de su compatriota, el llamado “precursor” de la independencia Francisco de Miranda, en cuya casa de Grafton Street vivió por un tiempo consultando su extraordinaria biblioteca. Para 1812, el colapso del primer gobierno republicano de Venezuela le obligó a defenderse por sus propios medios, lo que le llevó, en un momento particularmente difícil, a solicitar su reincorporación al servicio de España en 1813, esfuerzo que no tuvo destino. Entre 1812 y 1822, desempeñó una serie de funciones como maestro de Castellano, Latín y Griego, como traductor y como empleado de una firma comercial. Por un tiempo recibió asistencia humanitaria por parte del gobierno británico (también de Buenos Aires), y colaboró con el filósofo escocés James Mill descifrando los escritos de Jeremy Bentham. Este período fue un verdadero tormento, ya que no podía volver a Venezuela, encontrar empleo estable en Londres, y sufrió, además, la pérdida de su primera esposa y de su hijo menor en 1821. Fue sólo un año después que logró afianzarse, cuando pasó a formar parte de la legación chilena en Londres. Poco después, en colaboración con Juan García del Río, editó dos de las publicaciones hispanoamericanas más importantes del período: la Biblioteca americana (1823) y El repertorio americano (1826-27). Estas dos publicaciones revelan, por una parte, la extensión y profundidad de su investigación filológica en el Museo Británico y, por otra, su proyecto cultural de construcción de una nacionalidad hispanoamericana independiente. Desempeñó una variedad de funciones en las legaciones de Chile y de Gran Colombia entre 1822 y 1829, pero su empleo nunca fue estable y, especialmente en la segunda legación, pudo haber conducido al deterioro de sus relaciones con Simón Bolívar y otros funcionarios del gobierno colombiano. Al principio, se sospechaba de Andrés Bello como monarquista, y se rumoreaba que había traicionado al movimiento revolucionario de 1810; después, que no había mostrado suficiente entusiasmo por la gloria de Simón Bolívar. Cualesquiera hayan sido las razones de la distancia entre Andrés Bello y su antiguo discípulo, lo cierto es que Simón Bolívar no hizo o no pudo hacer lo que Andrés Bello urgentemente le pedía en relación con su empleo hasta que ya era demasiado tarde. Partió a Chile para nunca regresar a su tierra natal. Eventualmente, los rumores probaron ser falsos o irrelevantes, pero la situación creada y las heridas sufridas contribuyeron a su decisión, que mantuvo aun después de la muerte de Simón Bolívar en 1830. Chile probó ser, en muchos sentidos, un lugar perfecto para sus intereses. Llegó a este país en 1829, a la edad de cuarenta y siete años, y pasó a ser una figura intelectual y pública muy respetada. No solamente traía consigo una gran experiencia de gobierno en Venezuela sino, además, una experiencia importante como diplomático, editor e investigador en Inglaterra. En términos políticos, era un hombre moderado al estilo de los Whigs ingleses, reformistas antijacobinos, y su larga estadía en Inglaterra le había familiarizado con el funcionamiento de los gobiernos europeos. En Chile, fue desde un principio un hombre cercano a los círculos de gobierno, primero como Oficial Mayor de Hacienda, y posteriormente en Relaciones Exteriores, puesto en el que jubiló en 1852. Fue además editor y redactor del periódico oficial El Araucano desde su fundación en 1830 hasta 1853. También fue senador de la república, elegido por primera vez en 1837 y reelegido en 1846 y 1855. Una clara muestra de su influencia radica en que preparó la mayor parte de los mensajes presidenciales de tres mandatarios (Joaquín Prieto, Manuel Bulnes y Manuel Montt) durante tres décadas. Participó en la preparación de la Constitución de 1833 y fue el principal redactor del Código Civil aprobado en 1855 y vigente a partir de 1857. No sólo era un respetado funcionario público en Chile, sino, también, se le consideraba internacionalmente como un gran diplomático a quien recurrían otros países como árbitro de disputas. También fue un educador. Su primer cargo en este ámbito en Chile fue como director del Colegio de Santiago, establecimiento que a pesar de su corta vida, tuvo gran impacto como el centro de uno de los importantes debates intelectuales del período. Formó luego parte de varias comisiones que evaluaron el desarrollo educacional a partir de la década de 1830, enseñó privadamente a varios jóvenes que luego fueron figuras intelectuales y políticas de relevancia, y fue el creador y primer rector de la Universidad de Chile, fundada en 1842 e inaugurada en 1843. Fue reelegido en este último cargo cuatro veces (1848, 1853, 1858 y 1863), y lo mantuvo hasta su muerte. La Universidad de Chile, conocida también como La Casa de Bello, concentró durante ese siglo y parte del siguiente la supervisión de la educación nacional, y fue además el principal centro de investigación con fines de desarrollo nacional. A pesar de sus múltiples obligaciones públicas, mantuvo un nivel asombroso de actividad intelectual. Aunque el origen de muchos de sus intereses se encuentra en Caracas y Londres, fue en Chile que escribió sus grandes obras, incluyendo los Principios de derecho internacional (1832, 1844 y 1864), la Gramática de la lengua castellana (1847 y otras cuatro ediciones revisadas por él), y el Código Civil (1855). También redactó poemas, reseñó libros y comentó producciones teatrales. Como se puede observar en los diferentes tomos de sus obras completas, también escribió sobre astronomía y otros temas científicos. La primera edición de sus obras (Santiago, 1881-1893), que incluía lo conocido hasta ese momento en Chile, se publicó en quince tomos. Era una figura pública cuyos escritos en la prensa se caracterizaban por un estilo claro, directo y de gran autoridad. Sin embargo, en lo personal era un hombre sencillo y sensible. Las descripciones de sus amigos más cercanos, como también su correspondencia, lo muestran como una persona leal, paciente y afectuosa. Tenía el aire de tristeza de un hombre que añoraba a su patria, que nunca volvió a ver a su familia venezolana, y que lloró la muerte de nueve de sus quince hijos. Pero también era un hombre con sentido del humor, como lo muestran sus poemas y algunas de sus cartas, que disfrutaba de la amistad y conversaba con fluidez. Vivió una larga vida, aunque padecía de persistentes dolores de cabeza, era muy corto de vista, y pasó los últimos ocho años de su vida prácticamente inmóvil. Incluso, en esas condiciones, trabajó hasta el final de sus días, sobre todo en la revisión de sus publicaciones y en sus notables estudios de literatura castellana medieval. Murió el 15 de octubre de 1865, luego de una enfermedad de seis semanas, durante las cuales algunos testigos se asombraban al oirle recitar trozos enteros de poesía griega y latina. Dadas sus cualidades personales y sus logros intelectuales, no es sorprendente que haya surgido una literatura apologética en torno a su figura, en parte escrita por sus descendientes y difundida por sus admiradores. Pero esto no significa que no haya recibido críticas muy fuertes, algunas de ellas exageradas, contra su persona y contra su papel en la política del período. Se le acusó de complicidad en el dudoso manejo de los asuntos financieros chilenos por parte del escritor y diplomático Antonio José de Irisarri en Londres. En Chile, el filósofo Ventura Marín le acusó de corromper a la juventud, mientras que José Miguel Infante, el ferviente defensor del federalismo, le calificó de monarquista y renovó las acusaciones de traición a Simón Bolívar y al movimiento independentista. Su amistad con Diego Portales, el poderoso Ministro de la década de 1830, le impuso automáticamente la enemistad de quienes sufrieron su persecución. Otros contemporáneos –entre ellos el escritor y político chileno José Victorino Lastarria, y el educador, periodista y después presidente de Argentina Domingo Faustino Sarmiento– le tildaron de autoritario y tradicionalista. Si se dejan de lado los celos personales, pareciera que su comportamiento serio y austero, combinado con su compromiso con el orden conservador (aunque liberalizante) de Diego Portales y sus sucesores, le significó una genuina oposición por parte de los sectores más liberales. Pero el desafío del historiador contemporáneo no es el de defender a Andrés Bello –quien a veces debe ser defendido de sus propios partidarios– sino más bien entender sus posiciones intelectuales y políticas en su propio marco histórico. Para intentar una evaluación de su pensamiento y sus aportes al proceso de construcción de las naciones durante el siglo XIX, es necesario comenzar por señalar las dificultades de traspasar la sólida legitimidad del gobierno monárquico a las todavía muy recientes, y no bien consolidadas, instituciones del gobierno representativo republicano. Además, la destrucción que conllevó la guerra de independencia, junto al desalentador desempeño económico de las nuevas naciones, precipitó los conflictos sociales y políticos que muy pronto estallaron en conflictos civiles y en una generalizada situación de inestabilidad y desorden. Se invirtió mucha energía intelectual en pensar y defender diferentes modelos políticos, pero en la realidad cotidiana esto significó una polarización ideológica que sólo logró hacer más difícil la situación de las nuevas naciones. Es en este contexto, que Andrés Bello identificó el tema del orden como el más importante para la consolidación de la independencia, y lo estudió de diversas maneras. Enfatizó, en primer lugar, que sin un orden interno habría pocas posibilidades de comercio y comunicación exterior, lo que a su vez amenazaba la estabilidad de los nuevos países. Al mismo tiempo, insistió en que el orden interno requería de ciertas virtudes ciudadanas que eran indispensables para el funcionamiento de las instituciones republicanas. A partir de este contexto histórico, es posible comprender su tarea, agrupando sus múltiples obras en tres vertientes principales: el idioma y la literatura; la educación y la historia, y el gobierno, el Derecho y las relaciones internacionales. Todas estas áreas representan no sólo sus intereses principales sino, también, los temas claves para la fundación y consolidación de las naciones en Hispanoamérica.
Aunque poseía un alto grado de conocimientos sobre una amplia gama de materias, fue el lenguaje su interés más central y sostenido, cuestión que manifestó mediante el cultivo de los estudios gramaticales, la poesía y la historia de la literatura. Se dedicó más consistentemente a la primera, aunque la segunda y tercera constituyeron también elementos claves en sus planes para el desarrollo nacional. El lenguaje era para él un vehículo fundamental para la construcción de un nuevo orden político en la Hispanoamérica independiente. El potencial del idioma, en este sentido, no fue inmediatamente obvio para el venezolano: de hecho, le tomó varios años de estudio y experiencia establecer una conexión entre lenguaje y nación. Pero una vez que lo hizo durante su estadía en Inglaterra en la década de 1820, estudió esta conexión con una tenacidad solamente comparable a su trabajo en la preparación del Código Civil. E, incluso, en esta última actividad, la relación entre lenguaje y ley es muy fuerte.
Desde su cargo en el gobierno de la capitanía general de Caracas, tuvo otros dos contactos importantes relacionados con el lenguaje: uno fue el aprendizaje del inglés, que utilizaba para leer y traducir periódicos británicos, para comunicarse con las autoridades inglesas en Curaçao y otras islas del Caribe, y para traducir una variedad de documentos. Los periódicos ingleses eran una fuente muy importante de información para las autoridades de Caracas, sobre todo durante la invasión francesa de la península Ibérica. Se destacó pronto como la persona que mejor conocía este idioma, razón por la que se le nombró secretario de la primera misión diplomática enviada por la Junta de Caracas a Inglaterra en 1810. La otra experiencia importante relacionada con el lenguaje, en particular la palabra escrita, fue la difusión de noticias a través de la prensa. Fue el redactor principal del primer periódico de Venezuela, la Gazeta de Caracas, creado en 1808. Su papel en la Gazeta es tal vez uno de los menos estudiados, pero fue suficientemente importante para proporcionarle una comprensión de las enormes posibilidades de la comunicación impresa. La prensa era una rareza en las colonias, por lo general muy controlada por el gobierno. Dadas las circunstancias de su surgimiento en Venezuela –a consecuencia de la invasión napoleónica– tuvo la oportunidad de seleccionar y presentar una información que influyó de manera crucial en el proceso político. Su conocimiento del inglés le permitió publicar noticias sobre los sucesos de España tan pronto como llegaban los periódicos británicos al Caribe. Dado que Inglaterra y España se habían aliado en la guerra contra Napoleón, pudo ofrecer defensas elocuentes de la resistencia española en un lenguaje patriótico de fuertes connotaciones políticas. Esta experiencia le serviría después como redactor y editor de varios periódicos, en particular la Biblioteca Americana y El Repertorio Americano, ambos publicados en Londres, y El Araucano, el periódico oficial del Chile independiente. Fue en Londres, sin embargo, que se dedicó más exclusivamente al estudio de la lengua. En la biblioteca de la casa de Francisco de Miranda, donde residió con seguridad entre 1810 y 1812, tuvo la oportunidad de estudiar temas filológicos, adquirir el griego, y también es posible que allí comenzara sus estudios sobre literatura medieval. Pero fue en la Biblioteca del Museo Británico, a partir de 1814, que encontró los materiales y la inspiración para el trabajo que le ocuparía por el resto de su vida. Aunque no publicó nada basado en sus investigaciones hasta la década de 1820, un examen de sus manuscritos revela una clara dirección ya para la primera década de su estadía en Londres: inició un examen de la literatura castellana medieval, especialmente el Cantar de Mio Cid, y fue gradualmente interesándose en temas como el origen de la versificación castellana y el uso de la asonancia tanto en el latín como en las emergentes lenguas románicas. Se puede concluir de aquí que se interesaba por el origen de la literatura en los nuevos idiomas vernáculos que surgían con el declive del latín, lo que a su vez estaba relacionado con la decadencia del imperio romano. Buscaba, en particular, el momento de origen de los idiomas nacionales, sus fuentes y sus influencias. Investigaba con especial énfasis las crónicas y romances como fuentes de las leyendas nacionales. Había quizá un aspecto más personal en sus intereses lingüísticos. Aunque sabía latín, francés e inglés antes de ir a Inglaterra, su experiencia con esta última lengua –vivió diecinueve años en Londres y sus dos esposas fueron británicas–influyó fuertemente en su esfuerzo por cultivarla al mismo tiempo que conservar y estudiar el castellano. También tenía contacto con varios estudiosos de la historia literaria y lingüística de España como Bartolomé José Gallardo y Vicente Salvá, quienes motivaron, o al menos reforzaron su interés en estos estudios, dado que su correspondencia con ellos revela conocimientos muy avanzados de Filología. Es posible que los sucesos de la independencia, que tuvieron consecuencias tan desastrosas para su vida personal, le hayan inspirado a estudiar los procesos de desintegración social y política que culminaron en la creación de entidades geográfico-lingüísticas apartes en el medioevo europeo. Los paralelos no eran peregrinos, puesto que el colapso del imperio español en América planteaba inquietantes preguntas acerca del futuro de sus diferentes virreinatos, capitanías y provincias. Personal e intelectualmente, los años de Londres fueron probablemente la fuente principal de sus intereses más duraderos en Filología, Gramática y Literatura. Los tomos VI, VII y IX de las Obras completas contienen la mayoría de los estudios realizados en Londres. Ésta es la época en que Andrés Bello orientó su investigación hacia el crucial tema de la organización política de las nuevas repúblicas. La independencia podía ser un hecho, pero el desafío más importante era, a su juicio, la construcción de un nuevo orden político que reemplazara el legitimismo monárquico. Su producción londinense, sobre todo en poemas como “Alocución a la poesía” y “Silva a la agricultura de la zona tórrida,” incluidos en los tomos I y II, revela una preferencia por un modelo republicano de inspiración romana, donde el ejercicio de la ciudadanía se relacionaba directamente con el trabajo agrícola. Este modelo coincidía además con las opciones económicas posibles para las nuevas naciones. Desde un punto de vista lingüístico, quiso dar legitimidad a la independencia al defender un lenguaje que fuese propiamente hispanoamericano y que ayudara a consolidar el nuevo orden político. El pensador venezolano llegó a la temprana convicción de que el experimento de la independencia sólo tendría éxito en la medida que hubiese unidad continental, facilitada por un lenguaje común. La unidad en términos políticos y comerciales era esencial para la consolidación del nuevo orden político, y Gran Bretaña misma parecía dispuesta a colaborar en este proceso. Pero la unidad del lenguaje era un tema problemático, pues ya no era posible contar con un mecanismo unificador desde la Península (fue sólo hacia fines de siglo que se produciría un acercamiento a nivel de academias). Así, resultaba indispensable encontrar una alternativa que sirviese a las necesidades de Hispanoamérica. Su propuesta, planteada desde Londres, era simplificar las reglas, sobre todo ortográficas, de manera de facilitar la adquisición del lenguaje escrito, fundamental para la difusión de la información en una población mayoritariamente analfabeta. Los hispanoamericanos tendrían más fácil acceso a la educación si se establecía una correspondencia directa entre el alfabeto y la pronunciación. En un plano más amplio, pensaba que sólo una población educada, que compartiera un lenguaje uniforme y común, podía asegurar la estabilidad del nuevo orden político. Mucho después de haberse afianzado este orden, continuó trabajando en la elaboración de reglas para el lenguaje escrito, la pronunciación correcta y la elaboración de una gramática general de la lengua castellana. A pesar de la estabilidad política e institucional lograda, sobre todo en Chile después de la independencia, continuó manifestando su preocupación por la amenaza de desintegración de las naciones. En un plano lingüístico, esto se manifestaba en términos de un temor a la disolución de la lengua matriz y su fragmentación en dialectos incomprensibles entre sí. Lo oral, en particular, debía ser conquistado por lo escrito, más susceptible de regulación y difusión. Tal es la inspiración de una gramática ajustada a la necesidades hispanoamericanas y adoptada oficialmente por los más altos niveles del Estado. Sin establecer firmemente las bases de esta concepción del idioma, existían pocas esperanzas de que pudiesen prosperar tanto la educación como la comprensión de las leyes escritas. Del mismo modo que el reconocimiento de la independencia planteó la pregunta respecto del orden político poscolonial, sus intereses lingüísticos, vistos dentro de este marco histórico, evolucionaron desde la poesía a la reforma de aspectos específicos de la lengua castellana, hasta la elaboración de una gramática. Aunque no tuvo éxito en todas sus propuestas, su Gramática de la lengua castellana destinada al uso de los americanos fue un verdadero acierto. Incluso, la Real Academia Española le dio su reconocimiento formal y la obra se difundió rápidamente por toda Hispanoamérica, con más de setenta ediciones a partir de 1847. Esta obra fue indudablemente estudiada y reimpresa por sus méritos intrínsecos, aunque también porque contenía un claro mensaje de unidad que respondía a las complejidades de la creación del nuevo orden político después de la independencia. ¿Cuál era el programa de Andrés Bello, a partir de un campo aparentemente tan abstruso como la gramática, para la construcción de las naciones en la Hispanoamérica del siglo XIX? Su afán no era puramente especializado y se puede resumir así: reformar y adaptar las instituciones y tradiciones de España a las nuevas realidades de las naciones; reafirmar las continuidades necesarias entre el pasado y el presente, especialmente en cultura y literatura; y establecer un lenguaje gramaticalmente organizado y firmemente arraigado en las tradiciones ibéricas, al tiempo que abierto a los cambios e influencias de Hispanoamérica. Cuando se examina este programa en el contexto de las propuestas más radicales de Domingo Faustino Sarmiento, Francisco Bilbao, José Victorino Lastarria y muchos otros que buscaban un corte más drástico con el pasado hispánico, el de Andrés Bello parece ser muy conservador. Pero fue exitoso precisamente por ser moderado: ofrecía una manera de conciliar tradición y cambio, pasado y presente, en un continente ansioso por lograr la estabilidad y la prosperidad. Además, ofrecía un plan de largo plazo para la educación de las nuevas generaciones, aquéllas que vivirían la independencia como una realidad cultural y política. Sus obras claves sobre el idioma fueron preparadas entre las décadas de 1820 y 1840, pero reflejan intereses anteriores y largamente cultivados. A partir de sus primeros estudios en Caracas, junto a su experiencia en Londres, llegó a la conclusión de que sería a través del lenguaje que podría contribuir de una manera original a los cambios políticos, sociales y culturales del continente. El estudio de la lengua le confirmó que el cambio podía lograrse a través de la reforma de las tradiciones antes que en su quiebre con ellas, y también que la lengua podía ser un factor de unidad indispensable para el orden poscolonial. En un continente tan dividido por factores geográficos, sociales, económicos y culturales, el idioma castellano podía representar un papel integrador no sólo en el sentido de acercar mediante la cultura a las diferentes capas de la sociedad sino, también, en el sentido de fomentar un sentimiento de nacionalidad que valorizase la estabilidad y el orden.
Un examen de sus actividades en Chile revela una gran concentración en las áreas de educación, en particular en lo concerniente al diseño de un sistema de instrucción pública, y al esfuerzo por definir los parámetros de la historia nacional. Ambas iniciativas se relacionan con el lenguaje, en el sentido en que él las entendía como medios para obtener la unidad nacional y continental. En efecto, se pueden identificar los mismos principios: cómo conciliar tradición y cambio; cómo utilizar antes que rechazar el pasado hispánico, y cómo crear un sentido de nacionalidad que no separara los nuevos países de la comunidad de las naciones. Educación e Historia, además, requerían una cultura basada en la palabra escrita, y la unidad que confiaba establecer entre las naciones hispanoamericanas dependía en gran parte en compartir el mismo medio de comunicación. Desde su llegada a Chile en 1829, participó en actividades orientadas al desarrollo de la educación en el país. Tenía un gran interés por la enseñanza, y ya en los tiempos de Caracas y Londres se había desempeñado como maestro y tutor. En esta última ciudad, estudió, además, el sistema de educación lancasteriano (fundado por Joseph Lancaster) para evaluar su aplicabilidad en los países hispanoamericanos. Pero fue en Chile que se dedicó más de lleno a su papel como educador. Inicialmente, sus perspectivas al respecto aparecieron en forma de comentarios o propuestas específicas de reforma, y a veces en forma de debates, pero en todos los casos se puede observar un énfasis en la construcción del nuevo orden político.
Estado, que expandiera el alfabetismo y lograra que los individuos se concibieran como ciudadanos y contribuyeran al funcionamiento del gobierno representativo. La educación nacional debía incorporar, además, una serie de otros elementos: la religión, que consideraba indispensable para la moralidad privada y pública; el respeto por las tradiciones hispánicas desde sus orígenes romanos, y un énfasis en lo práctico que proporcionara a los ciudadanos los medios de prosperidad individual y nacional. Tenía una gran (quizá demasiada) confianza en la posibilidad de unir elementos tan dispares. Sus ideales en esta materia dependían de la capacidad del Estado para proporcionar los suficientes recursos públicos para el desarrollo educacional, y de hacerlo superando intereses políticos divergentes. Tal capacidad iba en erosión en los años finales de su vida, pero logró, sin embargo, establecer la importancia de la educación y demostrar que ésta tenía un enorme potencial para desarrollar la nación y enriquecer la vida de los ciudadanos. Dos tomos de sus Obras completas (XXI y XXII) están dedicados a sus escritos sobre temas educacionales. Quizá el más conocido de éstos sea el discurso inaugural ante la Universidad de Chile en 1843, texto ampliamente citado hasta el presente. Se trata de un discurso cuidadosamente preparado que, además de ubicar a la universidad en el centro mismo de la educación nacional, planteaba el desafío central para las naciones independientes: nacidas de la lucha por la emancipación, ¿cuál era, para ellas, el significado del concepto de libertad? La libertad implicaba, concretamente, victoria militar y separación política de España. Para algunos, significaba una lucha continua contra los legados del pasado colonial. Pero en el contexto de la construcción de las naciones, expuso que la libertad debía estar relacionada, y tal vez subordinada, al orden. No pensaba que libertad y orden eran incompatibles sino que, al contrario, dependían el uno del otro. En particular, no podía haber libertad verdadera sin un control sobre las pasiones políticas o personales. El orden permitía la libertad colectiva en la medida que limitaba tales pasiones, a las que calificaba como “licencia.” El desafío era cómo hacer que las naciones fueran más allá de la imposición formal del orden, para transformarlo en voluntaria virtud ciudadana. Estaba convencido de que la autodisciplina individual podía lograr la estabilidad social y política gracias a la reflexión en torno a los derechos y deberes individuales. ¿Cómo se podía lograr tal proyecto de orden? La respuesta inequívoca de Andrés Bello era mediante el cultivo de la razón entendida en términos tanto intelectuales como morales, y mediante su difusión generalizada a través del sistema educacional. Esto a su vez requería una cultura basada en el estudio de las humanidades que combinara armoniosamente las tradiciones laicas y religiosas. Con este propósito defendió el aprendizaje del latín y de la jurisprudencia, ya que ambos ramos podían conectar a la juventud hispanoamericana con una larga tradición humanística, como también proporcionar ejemplos históricos de la búsqueda del orden social y político. Es en este contexto que debe entenderse su esfuerzo por sumar a la Iglesia al proyecto educacional del Estado y convencerla de la utilidad práctica de la enseñanza del humanismo clásico. Es finalmente en este marco que debe entenderse su labor en la tarea educacional nacional: el orden provendría de los valores compartidos, desarrollados a partir de la tradición humanística, aplicada a elementos prácticos como la participación ciudadana en los asuntos políticos y económicos de la nación. Estas reflexiones surgieron en un contexto polémico: una presentación, en 1844, de José Victorino Lastarria sobre la naturaleza del legado colonial. En su ensayo, llamaba al rechazo del pasado ibérico de modo de construir un futuro libre e independiente, declarando que sus conclusiones eran producto de un examen imparcial de los hechos históricos. Andrés Bello cuestionó la interpretación de José V. Lastarria respecto del pasado colonial, como también su sesgo historiográfico. Lo que estaba en juego era cómo Chile -e Hispanoamérica- debía entender su pasado colonial. Y esto no ocurría en un vacío político, puesto que precisamente durante las décadas de 1830 y 1840 las nuevas naciones, incluyendo a Chile, se encontraban negociando el establecimiento de relaciones diplomáticas con España. Esto llamaba a la reflexión y la historia podía ser una guía al respecto. Su postura era que la historia de Chile incluía un largo pasado colonial y que tanto la historiografía como el país procederían irresponsablemente al rechazar el pasado por motivaciones políticas e ideológicas. En lo cultural, la península Ibérica era el puente de Hispanoamérica con un pasado incluso anterior al de España como imperio y nación, y también la fuente de tradiciones jurídicas y literarias que Chile debía conservar como útiles para los fines de su propia construcción nacional. Pero, incluso, más allá del argumento de utilidad, la crítica de Andrés Bello a José Victorino Lastarria era también un pronunciamiento sobre cómo surgían históricamente las naciones: los imperios llegaban a un punto de disolución, desde el que surgían nuevas configuraciones geográficas y culturales. Ciertas tradiciones se combinaban (aunque algunas predominaban, como las tradiciones romanas en Iberia y las españolas en Hispanoamérica), y ellas requerían estudio antes que un rechazo en el nombre de la emancipación y la libertad. Andrés Bello rechazaba la interpretación de José V. Lastarria puesto que llamaba a la destrucción de los supuestos legados del pasado colonial sin que hubiera un acuerdo metodológico a propósito de cuál era este pasado y cómo se documentaban sus efectos. Los detalles de la polémica se encuentran muy bien explicados en varios de los estudios incluidos en el tomo XXIII, pero importa señalar aquí que el énfasis de Andrés Bello era que la “evidencia” sólo podía provenir de fuentes documentales, y no de la llamada “filosofía de la historia” que defendía José V. Lastarria y algunos de sus seguidores, como Jacinto Chacón. Aunque pocos lo sabían en ese momento, tenía largos años de experiencia trabajando con manuscritos medievales en la Biblioteca del Museo Británico y, por lo tanto, insistía en la necesidad de identificar, comparar y evaluar la documentación antes de concluir nada con respecto al desarrollo histórico. Lo que temía, en particular, era que los interesados en la historia invocaran la objetividad de la disciplina sin respetar las fuentes y sólo como una estrategia retórica para inducir cambios políticos. Chile e Hispanoamérica no estaban en condiciones de politizar el pasado; más bien los investigadores debían estudiarlo como parte integral del surgimiento de las naciones. Debatió temas históricos a partir de su propia experiencia en el campo, de su conocimiento de las fuentes en una variedad de idiomas, y de su noción de la historia como una disciplina que tenía el potencial para contribuir a la unidad nacional. Tal como en el caso del lenguaje y de la educación, era el proyecto de construcción de las naciones el que definía su interés por la historia. En todos estos casos, y con diferentes grados de énfasis que respondían a brotes polémicos, dedicó una gran cantidad de tiempo a estos temas puesto que eran parte de sus intereses intelectuales más centrales. Y, sin embargo, existe todavía otro aspecto muy importante de su obra, y un pilar más en su esfuerzo por construir un nuevo orden político, que debe ser examinado y que es probablemente el más difícil: cómo establecer el imperio de la ley en las nuevas repúblicas respetando al mismo tiempo las libertades políticas.
En primer lugar, es importante señalar algunas vicisitudes en su trayectoria política, puesto que fue un funcionario leal del gobierno virreinal quien se vio súbitamente enfrentado a un proceso cada vez más radicalizado de independencia, quien se pronunció en un momento proclive a la instauración de una monarquía constitucional, y que sólo después de una lenta maduración se manifestó a favor del sistema republicano representativo de gobierno. No hay, en realidad, un quiebre profundo de una fase a otra, sino más bien un alto grado de continuidad. Su preocupación fundamental era el orden político y social; el tipo de gobierno, aunque importante, quedaba subordinado a la capacidad práctica de gobernar mediante instituciones estables, que respondieran a las necesidades locales sin por ello aislarse del resto del mundo.
En realidad, no defendió la monarquía como el único, o siquiera el mejor, de los sistemas políticos. Lo que le parecía importante era lograr el orden, y en esa época los ejemplos de buen gobierno parecían provenir de monarquías constitucionales como la británica antes que de las pocas repúblicas existentes. Su propia llegada a Chile ocurrió al borde de una guerra civil producto de la experimentación política republicana en la década de 1820. El orden sólo podía ser garantizado, le parecía a él y a otras figuras políticas chilenas del momento (como Diego Portales), mediante un poder ejecutivo fuerte, un número limitado de representantes elegidos mediante sufragio, y el freno a las movilizaciones populares. El asunto no era encontrar el sistema político perfecto, sino uno que funcionara dadas las condiciones económicas, sociales y políticas generadas por la independencia. En el caso de Chile, el resultado fue un gobierno centralizado y autoritario que contenía sin embargo un potencial de liberalización. Este orden, establecido mediante la Constitución de 1833, en cuya elaboración tuvo una participación importante, permitió a Chile un grado de estabilidad política que ayudó a la consolidación del Estado y la nación. El orden tenía, para Andrés Bello, aspectos internos e internacionales, y sus ideas al respecto quedaron plasmadas en dos obras fundamentales, el Principios de derecho internacional (incluido en el tomo X) y el Código civil (tomos XIV al XVI). Estas obras fueron enormemente influyentes, editadas y reimpresas con frecuencia y, en el caso del Principios de derecho internacional, hasta plagiado. Esta última obra guió las relaciones exteriores de Chile y de otros países hispanoamericanos y sentó las bases de la cooperación interamericana. El Código Civil, por su parte, fue adoptado por varias naciones, incluyendo Colombia, Ecuador y Nicaragua. Estas obras han suscitado una enorme cantidad de estudios y comentarios altamente especializados. Tal abundancia de información hace a veces perder de vista sus objetivos centrales, pero no impide apreciar que su significado para la construcción de las naciones radica en un programa de inserción internacional dentro de un contexto de autonomía nacional. El Principios de derecho internacional buscaba establecer la independencia de las naciones, como asimismo su igualdad jurídica frente a los países más poderosos. Cabe recordar que para la época de su aparición en 1832 (bajo el título de Derecho de jentes), los tratados de Derecho Internacional eran principalmente europeos, y no habían registrado aún la realidad de la emancipación hispanoamericana. Esto dejaba un gran vacío en las relaciones internacionales, sobre todo en materias de comercio y el comportamiento debido entre naciones soberanas. En sus propios escritos, buscó adaptar el conocimiento y las reglas reconocidas del Derecho Internacional al nuevo contexto proporcionado por la independencia. Además, desde su cargo en el Ministerio de Relaciones Exteriores de Chile, tuvo ingerencia en los tratados más importantes celebrados entre 1830 y 1853. Uno de los principios que más defendió era el que las naciones gozaban de igualdad jurídica, cualesquiera fuese su sistema político, o la manera en que habían llegado a ser naciones. En el nuevo orden internacional, lo importante era que los países ejercieran su soberanía mediante el sostenimiento del orden interno, el respeto mutuo y la capacidad de nombrar agentes debidamente representativos para los negocios con otras naciones. Uno de los grandes temas que debió enfrentar en Chile fue el reconocimiento de la independencia por parte de España. Éste era un asunto extremadamente delicado puesto que tenía implicancias para la identidad y la unidad nacional, siendo además muy polémico. Con todo, demostró que había poco que perder, y mucho que ganar, con este reconocimiento, dado que Chile e Hispanoamérica estaban todavía, en la década de 1830, al margen de la comunidad de las naciones reconocidas por el Derecho Internacional. Eran todavía consideradas por algunos países europeos como colonias insurgentes y, por ende, vulnerables ante las alianzas de naciones que apoyaban la causa de España. El reconocimiento por parte de la madre patria eliminaría este problema, abriendo un espacio para que los nuevos países pudieran concentrarse en sus asuntos internos y gozar de las ventajas de la paz, como el comercio y los intercambios diplomáticos y culturales. Sus esfuerzos se concretaron cuando, a pesar de la oposición interna, Chile estableció relaciones formales con España en 1844. Tuvo quizá menos éxito con su propuesta de un congreso interamericano, pero pudo al menos establecer la necesidad de acuerdos en una serie de asuntos prácticos como la comunicación entre las naciones. Su desempeño en las relaciones exteriores se encuentra ampliamente documentado en los tomos XI y XII de sus Obras. La búsqueda de un lugar para Hispanoamérica en el nuevo orden internacional no era ajeno al tema del orden interno. Pensaba que estos países no serían respetados por otras naciones a menos que estuviesen legitimados por un acuerdo nacional sobre las bases fundamentales del sistema político. Además, los nuevos países debían regirse por reglas jurídicas reconocidas en el ámbito internacional. El orden no podía basarse en la mera imposición de la fuerza por parte de un gobierno dictatorial, sino que, al menos esa era su esperanza, debía provenir de una virtud cívica apoyada en un derecho civil claramente enunciado. El orden sería más firme y seguro en la medida en que fuese asimilado a nivel individual, de manera que las personas vieran las leyes como benéficas y por lo tanto dignas de ser respetadas. El Código Civil tenía precisamente el propósito de suministrar reglas claras de conducta social para así reducir el potencial de conflicto que podría suscitar la ausencia de un orden jurídico apropiado y suficientemente específico. La estructura misma del Código revela cuáles eran las áreas que Andrés Bello buscaba enfatizar en los dos mil quinientos artículos que constituyen esta obra monumental. La elaboración del Código, que le tomó más de dos décadas, incluía las siguientes temáticas: Es decir, la multiplicidad de asuntos cotidianos cuya regulación podía cortar de raíz los litigios innecesarios y otras conductas más abusivas o dañinas. Hasta la promulgación de un código civil, la mayoría de las repúblicas debían recurrir al antiguo sistema legal colonial que, si bien daba algunas respuestas, no era orgánico al nuevo sistema político republicano. El Código Civil es considerado con justicia como la obra maestra de Andrés Bello puesto que involucró la compilación de leyes a partir de diferentes fuentes, tanto de la antigua legislación ibérica como de los códigos más modernos (incluyendo el francés) de manera de codificar aquellas leyes y principios que mejor respondiesen a las necesidades de los países independientes. Quizá una de sus mayores fuentes de inspiración jurídica radica en el Derecho Romano, del que fue estudioso y maestro, y cuyos escritos al respecto se encuentran en el tomo XVII de sus Obras. Al mismo tiempo que introducía una nueva legislación civil, por ejemplo, para el matrimonio, reconocía también la autoridad de la Iglesia. Como en sus otras empresas intelectuales, combinó y concilió la tradición y el cambio. En el caso específico de la leyes civiles, utilizó todas las fuentes pertinentes sin abandonar el derecho canónico, ya que esta transición gradual era para el pensador venezolano la mejor garantía de la paz interna. Su Código Civil fue promulgado como ley de la república en 1855 y, aunque modificado en muchas partes de acuerdo con los cambios experimentados desde entonces, permanece todavía vigente debido a la aplicabilidad de sus principios fundamentales. Sin lugar a dudas, el código redactado por Andrés Bello fue el más influyente de toda Hispanoamérica y es ampliamente consultado y respetado más allá de ella.
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