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Saavedra Rodríguez, Cornelio (1821-1891)



Saavedra Rodríguez, Cornelio (1821-1891) |
![]() El autor de la compilación de textos incluidos en "Documentos relativos a la ocupación de Arauco" nació en Santiago, el 26 de junio de 1823, en el seno de una familia conformada por Manuel Saavedra y Saavedra, hijo de un conocido prócer de la independencia argentina, y doña Josefa Rodríguez Salcedo, oriunda de Concepción. Su carrera militar siguió un ritmo normal. Luego de cumplir destinaciones en el batallón Chillán, el batallón Portales, la Academia Militar, abandonó las filas, por motivos de salud. Inició, a partir de entonces, actividades en el mundo privado, en el área del comercio, en la ciudad de Concepción. Se encontraba desempeñando esas funciones, cuando se produjo el estallido de la guerra civil de 1851. Saavedra se integró a las filas del General José María de la Cruz, representante de los intereses penquistas, que se había levantado contra los partidarios de las fuerzas gobiernistas, que querían imponer la reelección de Manuel Montt. Luego de comandar el batallón Guías, que tuvo una destacada participación en la Batalla de Loncomilla, debió abandonar las filas, como todos los derrotados. Militar y político Durante una visita realizada por el presidente Manuel Montt a la recién creada provincia de Arauco, pudo conocer a su antiguo opositor. Le fue fácil descubrir el valer de este militar, que tenía un gran conocimiento de la realidad que ofrecía la frontera. El mandatario olvidó las diferencias que lo separaban y ordenó la reintegración de Saavedra al ejército. En 1857, además, lo designó Intendente y Comandante de Armas de Arauco. Su nombramiento en el puesto administrativo y militar más importante de la zona fronteriza se produjo cuando el país vivía una coyuntura muy especial: las autoridades habían definido, como prioridad estratégica, la anexión de las tierras australes. La participación del teniente coronel Saavedra fue determinante para el éxito de la empresa. Una conquista pacífica La pacificación, reducción, conquista u ocupación de la araucanía, concluida en 1883 en Villarrica, tomó 24 años si los contamos desde el frustrado intento de 1859. Recomenzada en 1861, demoró seis años en llegar al Malleco, siete más adelantarla al Traiguén, y cuatro más alcanzar el Toltén y custodiar los boquetes andinos para controlar el cuadrilátero araucano (Bíobío-Toltén-Pacífico-Andes). La ocupación estuvo acompañada de excesos. Pero no obedecieron a una política, sino que al inevitable choque de fuerzas, a los abusos de la soldadesca y de los pobladores fronterizos, atropellos imposibles de ser refrenados por completo, perpetrados, muchas veces, en represalia por asesinatos de camaradas o de inofensivos agricultores. Se hizo guerra de recursos, no de exterminio. Cornelio Saavedra Rodríguez fue el más resuelto partidario de no utilizar la fuerza sino como último recurso, ejerciendo una combinación de honesto paternalismo –describiendo a los caciques las ventajas de incorporarse a la civilización– con el halago, la astucia, el dinero y ofertas no siempre susceptibles de cumplirse al pie de la letra. El teniente coronel Cornelio Saavedra llegó al Malleco en noviembre de 1867 sin disparar un tiro. Después las tribus arribanas “se pusieron malas”; asaltaron los fuertes y los asediaron de manera intermitente durante tres años (1868-1870); dieron muerte a civiles y militares, y resistieron la ocupación con actos de barbarie que demostraron al comandante su precipitación de 1862, cuando, teniendo ante sí las ruinas de Angol, la histórica “ciudad de los confines”, escribió al Presidente Pérez: “Salvo pequeños tropiezos de poca importancia, la ocupación de Arauco no nos costará sino mucho mosto y mucha música”. El plan de Saavedra ![]() Pese a las reticencias generales que existían respecto a su presencia en un puesto tan importante, el presidente Pérez optó por ratificarlo. Junto con ello, le pidió que presentara un plan concreto pacificación que debía servir para organizar las operaciones en la zona fronteriza. Ese plan sería presentado al Congreso para obtener lo fondos necesarios. El plan, basado “en la imperiosa necesidad de adelanto de la línea de frontera sobre el río Malleco” para asegurar la vida de las poblaciones fronterizas y “el desarrollo de la riqueza pública”, consistía en edificar fuertes en las márgenes de ese cauce, intercomunicados por caminos expeditos. De las 350.000 cuadras cultivables entre el Bíobío y el Malleco más de 200.000 “no estaban poseídas legalmente”, por lo que pasarían a poder del Fisco; subdivididas en lotes de 500 a 1.000 cuadras podrían enajenarse y cultivarse sin temor por quedar detrás de las fortificaciones. Parte de aquella superficie debería destinarse a colonos extranjeros. El Mensaje fue despachado por el Congreso en el entendido –precisado durante su discusión– que “el pensamiento del Gobierno era amparar las posesiones de los españoles ultra Bíobío sin declarar la guerra a los araucanos”, es decir, internarse únicamente con “miras pacíficas y de protección”, como anticipó privadamente el ministro de la Guerra a Saavedra. Traducido esto en lenguaje fronterizo significaba parlamentar con los caciques de los territorios respectivos para obtener su aquiescencia a la internación de tropas y construcción de fortines; manifestarles que no existía intención de agredirles sino proteger a quienes trabajaran los campos al norte del Malleco; testimoniarles el deseo de “don Gobierno” por mantener relaciones comerciales. Obstáculos iniciales El teniente coronel Saavedra quería poner en ejecución con rapidez su plan, pero se vio confrontado por numerosos obstáculos iniciales. Grandes personalidades, como el general José María de la Cruz, se manifestaron contrarios a la idea de hacer avanzar la frontera sur. El general cuestionaba la idoneadad personal de un oficial que, tras sostener la revolución de 1851, había terminado siendo un estrecho colaborador del Presidente Montt. Para frenar su iniciativa, hizo circular una misiva en la que aseveraba que Saavedra era el menos indicado para encabezar el adelanto por la ojeriza que le tenían los indios “a consecuencia de las persecuciones con que de antemano les molestara y con los que, a más, se halla en cuestiones pendientes sobre sus terrenos”, la hacienda de Picoltué, cuya defensa –afirmaba el general– era la verdadera finalidad del plan, siendo el avance fronterizo sólo el pretexto. Las acciones llevadas adelante por el general de la Cruz, se sumaron a las del coronel Pedro Godoy. Según Godoy la línea del Malleco era “antiestratégica”, “antieconómica”, “improductiva” e –last but not least– “injusta” por amparar a unos pocos y no a todos los chilenos ultra Bíobío. La ocupación “debía hacerse por el litoral” construyendo fuertes en las desembocaduras de los ríos Lebu, Paicaví, Tirúa, Imperial y Toltén, plazas que servirían de cabezas de playa a las tropas que, marchando al este, empujarían cual émbolos a los araucanos para que fueran a confundirse con sus hermanos de las pampas trasandinas. En resumen, el plan de Saavedra costaría “tanta sangre y tanto dinero como costaría la conquista general del territorio”, pues quien conociera a los araucanos no tendría “la menor duda que jamás permitirán que se fijase una sola estaca a la orilla del Malleco”. En cambio los naturales de la costa eran “sumisos…de costumbres más dulces y de carácter tratable… habita[ba]n casas blanqueadas, cultiva[ba]n plantaciones y com[ía]n sentados a la mesa, como nosotros”. En efecto, tal como en 1870 expresó un diputado y ellos mismos lo probaron diez años después, los costinos eran “mansos mientras no se les ocurr[ía] dejar de serlo”, ocurrencia que en el caso de sus nietos ha significado la quema de sembrados, construcciones y vehículos motorizados de propietarios de tierras reclamadas como suyas. Las opiniones del general de la Cruz y del coronel Godoy; la insistencia del ex Presidente Bulnes de avanzar con el asentimiento de los indios y la renuencia de estos a juntarse en “parla” era más de lo que La Moneda podía barajar. Los generales Bulnes, Las Heras y Maturana, los coroneles Mauricio Barbosa, Francisco Villalón y Erasmo Escala, el teniente coronel José Antonio Villagrán y el sargento mayor Ambrosio Letelier –autor en 1877 de dos interesantes informes sobre la araucanía– fueron citados a una reunión (26.11.1861) para resolver el camino a seguir e impartir las consiguientes instrucciones a Saavedra. El resultado de esa reunión fue claro: el avance debía suspenderse, destinándose las tropas a guarnecer la provincia y a reconstruir el fuerte de Negrete, tarea a la que el comandante se había anticipado. Cansado de negativas y herido por comentarios que atribuían la campaña a sus intereses en la zona, pero sobre todo convencido de que el Presidente no compartía su plan, elevó la renuncia que aquel rechazó pidiéndole viniera a Santiago, ofreciéndole su casa para pernoctar. Orèlie Antoine I y el plan del eneral de la Cruz ![]() Orèlie, funcionario judicial del Périgueux, aldea de la Dordoña francesa, desembarcó en Coquimbo a finales de 1859, trasladándose a Valparaíso donde residió casi un año. En la primavera del siguiente ingresó a “la tierra” por un breve lapso para reinternarse, vía Nacimiento, en noviembre de 1861. Los periódicos habían acogido festivamente los remitidos de un desconocido que comunicaba al Presidente Montt su ascensión al trono del “Reino de Araucanía y Patagonia” en virtud de su proclamación por los “habitantes independientes” de aquellos territorios. Firmando sus comunicaciones como “Orllie Antoine I” y ajustándose a las prácticas diplomáticas había notificado a La Moneda el nacimiento del nuevo Estado soberano, pidiendo y ofreciendo reciprocidad en las relaciones que deberían entablarse. Empezaron a desdibujarse las sonrisas cuando las autoridades de Nacimiento y de Los Ángeles supieron de la favorable acogida del monarca por las tribus, a las que garantizó libertad, autonomía territorial, “ofreciéndoles próximos contingentes de buques y soldados” para tal efecto. Y supondremos que el sainete devino en drama si alguien recordó que los países del Viejo Mundo no reconocían el uti possidetis iuris de 1810 –principio de derecho internacional adoptado por las Repúblicas desgajadas de la Corona española para delimitar sus fronteras–, sino que para ellos la soberanía territorial surgía de la ocupación material, de la posesión física, no de abstracciones jurídicas. El riesgo de que Napoleón III pudiera intervenir en la zona remeció las esferas del poder en momentos en que los diarios informaban de cartas llegadas a Nacimiento, dirigidas a Orèlie, en cuyos sobres venían estampadas las armas del emperador galo. Hecho apresar por Saavedra (4.1.1862) y procesado como sedicioso, fue declarado insano e internado, obteniendo el cónsul francés su custodia con el compromiso de repatriarlo. Más sensato de lo que se ha creído, regresaría a “sus dominios” para trasformarse en el promotor de la rebelión contra la línea del Malleco. El general de la Cruz terminaría por romper la inercia gubernamental. En extensa carta de abril de 1862 dirigida al Presidente insistió en rechazar el avance al Malleco y propició la ocupación de Angol y Lebu como primera etapa de un complejo plan. Aprobada de inmediato la fortificación de ambos puntos Pérez entregó a Saavedra la responsabilidad de llevarla a cabo pidiéndole, probablemente –suponiendo que el oficial no lo hubiera hecho con antelación–, enajenar sus heredades en la frontera para evitar comentarios. Paradójicamente, don Cornelio iba a implementar el plan de adelantamiento diseñado por su solapado antagonista, al que, también paradójicamente, los afectados con el plan consideraban su amigo y protector. Y, tercera paradoja, el desarrollo propiciado por el general era calcado del propuesto por Saavedra a Montt en 1859. Angol, Lebu y Quidico ![]() A mediados de noviembre la columna de operaciones sobre Angol, 800 hombres estacionados en Nacimiento, estaba lista para marchar por la llanura al este del Vergara teniendo a la vista las lanchas de fondo plano que lo remontarían llevando materiales de construcción y avituallamientos. En la mañana del 2.12.1862 la columna ingresó al gran llano de la araucanía, deteniéndose en las ruinas de la ciudad española, adonde se acercó Juan Calvún o Juan Trintre, cacique de la zona, que se negó a la oferta de compra hecha por el comandante Saavedra. “Ya tienes tu gente aquí y nosotros qué podemos hacer. Quédate con ella (la tierra) y trabaja no más”, le espetó uno de sus mocetones. En abril y mayo siguientes el teniente coronel elevó a los ministerios del Interior y de Guerra, en su doble calidad de intendente y jefe de las operaciones, sendos informes describiendo lo que eran a la fecha los fortines y poblaciones amparadas por ellos. Mulchén estaba desarrollada en una planta de 1.600 m² protegida, en parte, por un precipicio, y en parte por el foso excavado en las faldas del cerro desde cuya cima velaba el fuerte. Eran 79 manzanas que comprendían 5 casas terminadas y 110 en construcción, 30 ranchos pajizos terminados y 180 en proceso, y 150 rucas, que servían de techo a 1.200 personas. Angol contaba con 1.217 moradores entre “gañanes vivanderos”, artesanos y labradores radicados en 40 manzanas de 1.000m² cada una, incluyendo la infaltable destinada a plaza de armas. En Lebu la población era escasa por la ausencia de terrenos para radicarse pues todos los aptos eran de propiedad particular. Y, lo más importante: se había logrado este avaza sin derramar una sola gota de sangre. Nuevos comentarios e intrigas le decidieron a pedir su relevo del mando y de la Intendencia, alejándose de la frontera en enero de 1864 pero habiendo hecho antes explorar las desembocaduras del Lebu e Imperial para verificar las características de sus barras, y tomado posesión de Cañete, Lanalhue y Paicaví a fin de apoyar las plazas que más tarde deberían establecerse en el resto del litoral. Pero la quijotesca guerra con España le trajo de regreso a la costa araucana; designado Comandante General de los departamentos de Arauco y Lautaro crearía un dispositivo para repeler eventuales desembarcos de “los godos” intentando sublevar la indiada. En enero de 1866 ocupó la caleta de Quidico –25 kilómetros al sur de Lebu– sin oposición alguna, emplazando un fortín artillado con dos obuses de bronce. Control del litoral araucano Un nervioso y avasallador Federico Errázuriz asumió la cartera de Guerra y Marina en el primer gabinete del reelegido Presidente Pérez, trayendo consigo otra concepción de “la eterna cuestión de Arauco”. Nombró a Saavedra Comandante de la División Exploradora de la Costa (12.11.1866) y, sin eufemismos ni recovecos declaró, al darle instrucciones, que la ocupación integral era el objetivo de su ministerio, partiendo con dos medidas inmediatas: el completo control de la Baja Frontera, creando puestos militares en Queule, Imperial y Toltén y el estudio de “la manera más conveniente de ocupar el valle central”, operación que se emprendería a la brevedad posible. Ya no se trataba de proteger los intereses de unos cuantos agricultores expoliados al sur del Bíobío, sino de “entregar a la agricultura y al comercio los centenares de miles de cuadras que hoy permanecen incultas y abandonadas, y cuya mayor parte, siendo terrenos baldíos, contribuirán poderosamente a aumentar la renta del Estado dividiendo esos terrenos en hijuelas, para venderlos una parte de ellos a censo redimible y otra parte destinarla a colonos nacionales y extranjeros, comprendiendo en los primeros a los individuos licenciados del ejército que solicitasen fijar su residencia en aquellas localidades”. Era la reedición del pensamiento que, con cautela, había enunciado don Cornelio en 1861 limitándolo al tramo Bíobío-Malleco, ahora ampliado a toda la tierra araucana, cuyo dominio –originario o primigenio– era reconocido a los naturales desde que las mencionadas instrucciones puntualizaban: “Procurará Ud. adquirir todos aquellos terrenos de indígenas que estén más inmediatos a las plazas militares”, para más adelante aludir a “los terrenos que adquiera el Estado”. Reiteraban ellas las vías pacíficas con que debía realizarse el avance, dejando “al tiempo y al contacto con la población civilizada, como a la influencia de las misiones, el que se opere un cambio favorable en las costumbres y hábitos de los indígenas”. En la mañana del 24.12.1866 desembarcaron en la boca del Queule las tropas encargadas de limpiar y circunvalar el recinto elegido para fortificarla, seguidas días más tarde por efectivos de la artillería de marina destinados al montaje de dos piezas en la eminencia en que se erigía el fortín. Como la barra del Queule no ofrecía seguridad de ser sorteada por toda clase de embarcaciones, las fuerzas destinadas a ocupar Toltén lo hicieron por tierra, sorprendiendo a los aborígenes que nunca antes presenciaran un cuerpo uniformado, más impresionados todavía al día siguiente cuando el vaporcito Fósforo subió el Toltén para fondear frente al Catrileufu, a los pies de la misión allí existente. La banda de músicos, los caciques y lenguaraces subieron a bordo para continuar remontado el río mientras el cañón del vaporcito disparaba salvas y los instrumentos echaban sus notas al aire haciendo las delicias de los mapuches que consumían vino y galletas. Los terrenos para la población de Toltén fueron cedidos gratuitamente; no obstante Saavedra estimó equitativo compensarlos con $ 60.000 y algunas bagatelas. La plaza fuerte, nueve kilómetros río arriba, encerró una superficie de cinco hectáreas, en la que fue edificado el cuartel, sus dependencias y tres torreones dotados de una pieza de artillería cada uno. Con la fundación Toltén se dio por concluida la primera fase del programa del ministro Errázuriz, postergándose la reocupación de la Imperial debido a que no hubo un criterio claro acerca del cruce de la barra del río. Implementar la segunda fase del programa –“estudiar con la detención posible la manera más conveniente de ocupar el valle central”– era fácil para el teniente coronel, conocedor del territorio y convencido, según antes comprobamos, ser sencillo fortificar el Malleco. En consecuencia, en mayo de 1867 replanteó su antigua aspiración de resguardar sus riberas “con cuatro o seis pequeños fuertes… una guarnición de 50 hombres en cada uno de ellos y diez piezas de artillería de grueso calibre”. Así se haría, pero con trascendentales diferencias en cuanto al número de plazas, fuerzas militares y a la reacción indígena. La línea del Malleco Como era habitual, antes de avanzar las tribus fueron convocadas para darles a conocer las intenciones y seguridades gubernamentales de no ser hostilizadas, imponiéndose Saavedra que los arribanos se resistían a parlamentar en conjunto con los abajinos, por lo que siguiendo su política de aprovechar sus disensiones citó a unos en Caillin y a otros en Angol. El 15.11.1867, a orillas del Reihue, los 1.400 soldados destinados a las operaciones (batallones 3° y 4° de línea, tres compañías del 7°, el Granaderos a Caballo y una compañía de artillería) esperaron a abajinos y huilliches, que, en número de 900, también montados, formaron con sus lanzas y sables en frente de aquellos. Después de dos horas de parlamentar se manifestaron conformes e interesados en conservar la paz, insistiendo en que respecto de la adquisición de terrenos para los fuertes, debía Saavedra conversar con los arribanos por corresponder a ellos algunos de lugares a utilizarse. Respetando la regla de oro de la táctica frente a los araucanos, la protección de la retaguardia, dejó custodiados Angol, Nacimiento y Mulchén con compañías de infantería y prevenida la guardia cívica para tomar las armas en caso necesario, dirigiéndose a Caillin. Los arribanos no se presentaron el día acordado. Durante el siguiente fue avisado que un millar aproximadamente, en actitud hostil, estaba reunido a orillas del Malleco, a dos leguas de distancia. Conminado por sus instrucciones a actuar pacíficamente, envió emisarios invitándoles a su campamento, concurriendo algunos caciques pidiendo mayor plazo para reunirse y la entrega de rehenes en garantía de sus vidas. Apersonado Quilahueque –cuñado de Quilapán– con otros caciques, repitió lo dicho a abajinos y huilliches y les aseveró que “el Gobierno... conocedor de que ellos (los arribanos) eran los autores principales de todos los males que se hacían sentir en la frontera” estaba, no obstante, “dispuesto a olvidar todas sus faltas anteriores”, reiterándoles “estar resuelto a ocupar la fuerza, si fuese necesario, para someterlos a la obediencia del gobierno y hacer respetar sus disposiciones”. Como era de esperar, estas palabras “fueron recibidas con mil protestas de sumisión, manifestando mucha gratitud por la paz y olvido que se les ofrecía”, accediendo Nahueltripai, principal propietario de los terrenos, a su cesión para levantar los fuertes. No bien concluía el parlamento los arribanos prepararon las maniobras para atacar y que comunicadas por los espías permitió a Saavedra alistar las tropas para tomar la ofensiva al día siguiente. A poco de emprenderla apareció un angelical Nahueltripai contando que las tribus se habían dispersado. Comenzaron los trabajos en el Malleco con la destrucción de los vados de Regnan y Curaco y la exploración de lugares estratégicos para las fortificaciones, eligiéndose Collipulli, entre otras razones, por ser paso obligado a las posesiones de los arribanos. Cuatro compañías del 4° de línea quedaron a cargo del atrincheramiento, continuando el resto de las fuerzas a Chiguaihue, otro punto neurálgico pues junto a presentar el mejor de los vados de él arrancaban senderos a Mulchén y Negrete. Su altura, además, se prestaba para emplazar un fuerte dominando la planicie a sus pies, apta para población por contar con numerosas vertientes. Acamparon ahí compañías del 3° y 4° de línea, del Granaderos, y fuerzas de artillería con cuatro piezas, regresando el resto de los hombres a Angol, donde Saavedra estableció su cuartel general. Concluía noviembre de 1867. El alzamiento del mes siguiente dejó en evidencia que las plazas de Collipulli y Chiguaihue eran insuficientes para contener el cruce masivo del Malleco, fácilmente traspasable en verano por puntos distantes de ellas, construyéndose otros fuertes. Concluidas las fortificaciones presentaron este orden de oriente a poniente: Curaco, en la margen norte, 10 kilómetros al sudeste de Collipulli, al pié de las primeras estribaciones andinas; Collipulli; Perasco o Peralco; Chiguaihue, y, a continuación, Lolenco, Cancura y Huequén, en la orilla izquierda del curso inferior del Malleco, el último de estos a cortos kilómetros de Angol. Rodeados de fosos y estacadas podían cruzar sus fuegos de artillería y auxiliarse mutuamente gracias a los puentes tendidos sobre el Malleco, Picoiquén y Huequén. Cuatro lanchas planas fueron construidas para la navegación del Malleco y el Vergara. Quedaban así protegidos los campos al norte de ese río, “los cuales en su totalidad han sido adquiridos por el Estado, ya por compra hecha a los indios o por considerarlos baldíos, palabra empleada ahora como sinónimo de terreno de dominio eminente del Estado. Lo comprado a los caciques de la Alta Frontera fueron 100.000 hectáreas, que sumadas a las adquisiciones realizadas en años anteriores y a los terrenos baldíos, dejaron en poder del fisco 250.000 hectáreas entre los ríos Renaico y Bureo, por el norte; el Malleco y el Huequén por el sur; el Reihue, el Picoiquén y el Vergara por el oeste; y los Andes por el este. La guerra del Malleco ![]() El 11.12.1867, en Perquenco, los caciques arribanos Quilapán, Quilahueque, Montri, Lemunao y Calvucoi presidieron la junta a que asistían tribus de Temuco, Maquehua, Imperial Truf Truf, Colimallin, Llaima, Quechereguas, Tromen y de otros puntos de “la tierra”, unas 4.000 lanzas convocadas por el primero para acordar el asalto a las dos nuevas plazas y a las del Bíobío. Al día siguiente, después de medianoche, espías venidos del campo de Quilapán informaron de la marcha hacia Chiguaihue y Angol, disparándose salvas para alertar los puestos. La expectación duró hasta que el comandante Pedro Lagos comunicó desde Collipulli que los sublevados, sin haber atacado, volvían grupas para repasar el Malleco. Saavedra había premunido a un lenguaraz de falsas comunicaciones llamando a las tropas acantonadas en el litoral a penetrar por retaguardia en las posesiones de los sublevados, documentos que dados a conocer por su portador provocaron el retroceso para acudir en defensa sus familias y ganados. Con todo, en típica gestión diplomática araucana el cacique Pichun concurrió a Angol manifestando haberse convenido “dejar en paz los trabajos y posesión del Malleco”. La tranquilidad sobreviniente permitió construir los seis fortines adicionales mencionados anteriormente y a Saavedra trasladarse a la Baja Frontera, en febrero de 1868, para inspeccionar los adelantos en sus plazas, proponiendo, como fórmula más adecuada de proseguir la ocupación, dividir el mando de ambas fronteras, hasta entonces reunido en su persona. “En vista de lo que Ud. me ha expuesto –contestó el ministro Errázuriz– me he resuelto a nombrar a nuestro buen amigo el general Pinto de Comandante General de Armas de Arauco y Jefe del Ejército de la Frontera, quedando Ud. a cargo del mando militar de la costa”. En marzo de 1868, en Quechereguas, tuvo lugar la junta en que los llanistas o abajinos –encabezados por Domingo Melín– y arribanos de Quilapán acordaron “hacer la guerra a los chilenos” previo ocultamiento de familias y ganados ultra Cautín y en los valles de Lonquimay y Llaima. La hueste arribana estaba compuesta por alrededor de 2.500 lanzas y otras 3.400 conformaban los escuadrones llanistas. Las primeras manifestaciones del alzamiento fueron el asesinato de un indio amigo de los chilenos y de su mujer e hijos, el de un cristiano lanceado y el robo en Chiguaihue de los caballos del Granaderos. Dos divisiones persiguieron a los ladrones; la descubierta de la comandada por Pedro Lagos fue emboscada, muriendo un oficial y 13 soldados, mientras el grueso de la otra división era atacado en Quechereguas por fuerzas muy superiores en número, rechazadas tras desesperada resistencia. El general Pinto despachó otra en busca de los sublevados, que regresó sin combatir pues –acontecía casi siempre– el enemigo no dio la cara. Nuevos robos de ganado y asesinatos de familias chilenas, inclusive de algunas por años conviviendo entre los abajinos, tuvieron lugar en los meses siguientes, incidentes a que los indios otorgaban “proporciones de grandes ventajas sobre el ejército para no dejar desmayar el entusiasmo de los que no estaban todavía en aptitud de tomar parte en la lucha”. Los refugiados pobladores ayudaban a defender los fortines aumentando la necesidad de alimentos, cuyo difícil abastecimiento procuraban asegurar patrullas que recorrían los caminos de acceso mientras otras vigilaban los convoyes, obligando a reforzar el Granaderos a Caballo con un escuadrón cívico de Nacimiento. Durante julio arreciaron los asaltos; 1.500 jinetes al mando de Quilapán atacaron Chiguaihue, cruzaron el Malleco en dirección a Angol y enfrentaron resueltamente a las tropas enviadas desde allí, que debieron replegarse porque la caballería de Melin amenazaba la plaza. Pinto no estaba para dialogar; mandó dos destacamentos a copar los escuadrones de Melin por retaguardia y flancos a fin de estrecharlos contra el fuerte, movimiento frustrado porque los indios se retiraron al percatarse de los movimientos o a causa del temporal de lluvia y viento. Como los asaltos, depredaciones y asesinatos no tenían visos de terminar, el general creyó poder contrarrestarlos si la provincia era declarada en Estado de Asamblea, para así fusilar a los aprendidos con armas de fuego, vale decir los bandidos aliados de los indígenas ya que estos no las portaban. En agosto fueron quemados numerosos ranchos vecinos a Mulchén; en septiembre la caballada del Granaderos robada por segunda vez desde Chiguaihue; en octubre, cerca de Cancura, lanceado el médico militar Teodoro Morner y su escolta. En los meses siguientes trataron de robar, por tercera vez, los caballos del Granaderos para agudizar la endémica carencia de cabalgaduras en el ejército, dificultando persecuciones y enfrentamientos. En noviembre, tras los malones dados a los caciques amigos Huinca Pinolevi y Catrileo, Pinto envió en su auxilio una columna a cargo del comandante Lagos; en la meseta de La Centinela, estribaciones orientales de Nahuelbuta, fue envuelta por la caballería mapuche que no la masacró gracias a la pieza de artillería que llevaba consigo. Dos mil indios atacaron de noche los fortines de Perasco, Curaco y Collipulli; en Curaco se luchó cuerpo a cuerpo, dejando los contrincantes numerosas bajas; en Collipulli siete Granaderos fueron pasados a cuchillo, quedando heridos varios otros. Refuerzos recibidos de las bayonetas del 2° de línea, mandadas por Eleuterio Ramírez, pusieron en fuga a los mapuches que, en enero siguiente, volvieron a atravesar el Malleco y, en Hualehuaico, sorprendieron tropas comandadas por el general Pinto en persona, rodeándolas por momentos. Rechazados tras encarnizado combate, escaparon hacia el Malleco dejando 25 indios muertos y 900 reses. Dos cívicos murieron en la persecución y numerosos soldados e indios amigos fueron heridos, entre ellos el cacique abajino Huenchullán, que ante la prisión por sospechas de un hijo había optado por sumarse a los chilenos. No tardaron en presentarse nuevamente en Angol tratando –cuarta vez– de robar los caballos del Granaderos, hiriendo algunos soldados, matando a otro y a dos civiles. Si a este inarticulado compendio agregamos los permanentes rumores de ataques masivos podremos acercarnos a captar la psicosis vivida a orillas del Malleco y explicarnos las deserciones –estimuladas por la carestía o la falta de víveres y equipos protectores de la lluvia y del frío– y la dificultad de hacer nuevos enganches. La posición eminentemente defensiva de las tropas alentaba los ataques, por lo que el general Pinto insistió en pasar a la ofensiva, autorizada previo mejoramiento de las obras de defensa de los puestos que quedarían a retaguardia. Fue cavado un ancho foso de 2.200 metros de largo a partir de Chiguaihue en dirección a Angol, y emplazadas dos torres (blockhouses), atalayas de base cuadrada con cinco metros por lado y ocho de altura, cuyo piso inferior estaba forrado en planchas de hierro de media pulgada de espesor. El segundo, además de servir de alojamiento a la tropa, disponía de un balcón volado para la fusilería, coronado por una plataforma giratoria en que descansaba una pieza de artillería. Una torre fue levantada entre Lolenco y Chiguaihue y la otra entre Cancura y Huequén; los ingenieros militares pedían sextuplicarlas para proteger la línea de 40 kilómetros de longitud. Catorce expediciones salieron desde el Malleco arrasando la tierra en todas direcciones hasta más al sur del Cautín e internándose en los Andes. Bengoa contabiliza 211 mapuches muertos, 202 heridos, 100 prisioneros, 11.277 vacunos y caballares en poder del ejército, más 1.662 corderos, sin contar los cuadrúpedos consumidos por las tropas durante seis meses de campaña. Las rucas quemadas sumaron “más de 2.000, la mayor parte repletas de cereales para subsistencia”, siendo destruidas chacras y cultivos. El ejército sufrió 35 bajas entre muertos y heridos, cifra demostrativa de la escasa eficacia de los escuadrones mapuches, que enarbolaban banderas rojas en sus lanzas. A estas devastadoras incursiones deben agregarse las enviadas por Saavedra desde Purén y Cañete que, coordinadas con Pinto, estrechaban desde el poniente a las tribus abajinas y arribanas, impidiéndoles comunicarse con las costinas. El general Pinto tenía respuesta para los que criticaban la dureza de la ofensiva, calificada por la prensa de “guerra de salvajes”, de “guerra de exterminio” según vimos en su oportunidad. La convivencia pacífica era imposible dadas las características de los araucanos y tampoco podía batírseles en combate abierto pues lo rehuían sistemáticamente; la única manera de reducirles era por hambre. La paz sería posible sólo después de que la hambruna les extenuara, siendo contrario, por lo mismo, a entrar en las conversaciones que a través de misioneros fronterizos insinuaban a mediados de 1869 los zarandeados arribanos. Con este predicamento viajó a Santiago, dejando en su lugar al coronel José Timoteo González. Regreso de Orélie Antoine I Don José Timoteo seguramente madrugó el 25.09.1869 para cerciorarse de que el destacamento y banda de músicos, formados en tenida de parada en frente de la Intendencia, lucieran más marciales que de costumbre cuando llegaran los caciques acompañados de fray Estanislao María Leonetti a la celebración del acto solemne. Tras meses de ir y venir el infatigables misionero había logrado fueran convenidas las bases de la paz que sellaría el documento pronto a firmarse en Angol, poniendo término a casi un bienio de combates intermitentes. Al fondo de la sala de despacho de la Intendencia, donde la reunión tendría lugar, una gran mesa, flanqueada por dos banderas chilenas enarboladas en lustrosos mástiles, estaba dispuesta para la suscripción del acta que autentificaría, como ministro de fe, el juez Amador Fuenzalida. Numerosas sillas esperaban a suscriptores e intérpretes. Los pobladores, expectantes, llenaban las veredas de las calles por donde avanzarían los temidos caciques en sus cabalgaduras, aderezadas con arreos que despedirían envidiables brillos argentíferos al iluminarlos el sol de la mañana primaveral. La ceremonia fue breve pues los términos del acuerdo estaban preconvenidos por los negociadores y el documento listo para su firma. Es digno de destacarse el candor del formulismo jurídico, sobre todo en lo concerniente a los poderes de los plenipotenciarios indígenas, como si de su correcto otorgamiento dependiera la exigibilidad de los compromisos a sus representados. Las primeras cláusulas del acta consagraban la obligación de los indios de liberar cautivos y entregar malhechores; su responsabilidad por actos de españoles internados sin pasaporte extendido por el intendente; la entrega de las armas de los delincuentes. En las siguientes declaraban que “respetaremos y haremos respetar la actual línea del Malleco y todos los demás fuertes y poblaciones que el Gobierno quiera establecer y en el punto de nuestro territorio que estime conveniente”, obligándose a “no enajenar, hipotecar ni empeñar a ningún particular el terreno que nos pertenece, el que venderemos al fisco exclusivamente”. Y como “condición indispensable para la paz” exigían la fundación de misiones que les “llevaran los consuelos de la religión”, con lo que el Acta alcanzaba sublimes niveles de ingenuidad. En garantía de cumplimiento de los compromisos cada cacique entregaría dos hijos pequeños al intendente, que este debería educar e instruir cristianamente. El Presidente Pérez recibió a Quilahueque en La Moneda, aprobó el convenio e impartió instrucciones tendientes a exigir “la extradición” (sic) de los cautivos, la entrega de los hijos de los caciques y la de los bandidos, compromisos obviamente ignorados por los araucanos, confirmándose las suposiciones del general Pinto, de regreso en Angol, que en noviembre escuchó los primeros rumores sobre la presencia del rey entre las familias arribanas, el “mismo francés que el año 1861 pretendiera erigir la Araucanía en monarquía, proclamándose rey de los indios”. En efecto, Orèlie Antoine I estaba de regreso en sus dominios e incitaba a sus súbditos a la resistencia y a la guerra ofreciéndoles auxilio de armas y hombres. En los primeros meses de 1870 la frontera tornó a convulsionarse merced al rey y a los intentos de Pinto y Saavedra por echarle el guante. Persecuciones y amenazas resultaron inútiles para obtener les entregaran el francés, presente, por segunda vez, “entre estos indios halagando sus ya premeditados intentos de sublevación y ofreciéndoles próximos contingentes de buques y soldados”, coincidentes con el atraque en Corral del vapor de guerra D’Entrecasteaux. Sus promesas enterraron los acuerdos de paz, si es que los indios tuvieron alguna vez intención de respetarlos, y las noticias de un gran alzamiento circularon profusamente, atemorizando a pobladores y soldados, pues corría la voz de una conflagración de arribanos, abajinos, pehuenches, lafkenches y huilliches, es decir, de toda la indiada. Viendo peligrar la frontera del Malleco y los trabajos en la línea del Toltén –había recibido instrucciones de emprenderlos en noviembre de 1869– Saavedra convocó a “parlas” en Toltén y en los llanos de Hipinco, logrando disuadir a importantes caciques de plegarse a la rebelión a que llamaban Quilapán y Orèlie. Las tribus rebeldes fueron objeto de represiones tanto o más demoledoras que las del año precedente, motivando al monarca a poner a Saavedra y Pinto al margen de la ley, y a declarar que, aprehendidos, serían sancionados como criminales. No obstante estos alardes los arribanos –aislados tras las gestiones de Saavedra– siguieron evitando enfrentar en campo abierto a las fuerzas chilenas, que no tuvieron oportunidad de divisar al rey, esfumado tan misteriosamente como llegara. Tal vez influyó el precio a su cabeza puesto por Saavedra –mencionado con antelación–, que, habida cuenta de la reconocida codicia de los súbditos, debió decidir a Orèlie Antoine I a poner a buen recaudo su coronada testa. En julio de 1871 estaba en Buenos Aires, pasando a Montevideo para volver a Francia. Nunca más pisaría tierra araucana, aun cuando cruzó otras dos veces el Atlántico en procura de sus dominios, dejando interrogantes sobre una posible conspiración imperialista de Napoleón III, que, si existió, no dejó rastros. Fueron tantos y tan continuos los embates a la línea del Malleco que el Presidente Pérez ordenó paralizar los trabajos para avanzar de Toltén a Villarrica, destinando las tropas a reforzar las de aquella línea. Y como los ataques, robos y asesinatos (40 civiles fueron muertos en Catrinalal, al norte de Angol) no tuvieran visos de cesar, recurrió por tercera vez al Congreso en julio de 1870 pidiendo autorización para mantener en el Malleco el aumento de fuerzas concedido en ocasiones anteriores. Despedida, recomendaciones y conclusiones de Saavedra ![]() “Bajo la condición indispensable de usar [una] táctica mixta de sugestiones amigables y de paz armada” creía practicable, en dos años, la completa reducción con un refuerzo de 2.500 hombres y un gasto de $ 2.000.000. Sería una lenta toma de posiciones, tal como se había procedido hasta ese instante: “No ha sido, ni es, pues, un sistema de exterminio el que se ha planteado en Arauco, como lo han creído algunos, tomando las excepciones por regla; ni tampoco es un sistema de paz desarmada que se funda indiscretamente en las promesas de los salvajes, y llega hasta la tolerancia de sus crímenes, como lo han imaginado otros, atribuyendo a lenidad o falta de energía, lo que no es sino un procedimiento justo y humanitario tratándose con gentes ignorantes, casi irresponsables: un procedimiento esencialmente obligatorio para nosotros que poseemos la fuerza mayor en todo sentido”. Ese predicamento –enfatizó– había permitido que 1.101.600 hectáreas quedaran a salvo de ser desvastadas por fuerzas indígenas medianamente organizadas; 125.000 de esa superficie habían regresado a sus propietarios chilenos; una cantidad similar había sido comprada a los naturales; aproximadamente 260.000 hectáreas permanecían en manos de tribus amigas y el resto eran terrenos baldíos que podían venderse o destinarse a colonización. No sólo eso: 23 posesiones, de las cuales 10 ya eran poblados de cierta importancia (Negrete, Mulchén, Angol, Lebu, Queuli, Toltén, Chiguaihue, Collipulli, Cañete y Purén), se alzaban en lugares donde antes no alcanzaban las órdenes del Gobierno. En la Baja Frontera, los edificios fiscales (cuarteles, oficinas, hospitales, escuelas) ocupaban 16.087 m² y había 1.132 metros de puentes construidos, uniendo 229 kilómetros de nuevos caminos. En Lebu, Toltén y Cañete 321 niños de ambos sexos recibían educación en 6 escuelas, obteniéndose otros beneficios considerables como, por ejemplo, el control ininterrumpido de la costa entre Concepción y Valdivia, freno a eventuales apetencias foráneas, y la asimilación de las familias mapuches que permanecían en los territorios ocupados. Si no se autorizaba al Presidente a mantener las tropas de refuerzo en la nueva frontera todo lo anterior habría sido un esfuerzo estéril, auguró Saavedra. Y al dar cima a sus conclusiones manifestó que con la documentación trascrita y las opiniones vertidas creía haber “demostrado que no tenemos necesidad de exterminar a los indios para reducirlos a nuestra obediencia; que poseemos ya demasiados elementos para hacer esta conquista de verdadera civilización sin exponer al país a sacrificios cruentos, y sin derramar inútilmente la sangre de enemigos que no pueden hacernos competencia en los campos de batalla”. Don Cornelio respiraba por la herida. Peligraba la obra a que había destinado los últimos once años de su vida, y la gran meta, Villarrica, dejada de lado por haberse ordenado replegar al Malleco las tropas situadas en Toltén. Él sabía, sobradamente, que si esas hordas “desorganizadas y estúpidas” escabullían los enfrentamientos a campo traviesa, sin valerse de su superioridad numérica, no era por cobardía; era porque carentes de armas de fuego debían valerse de las facilidades que la naturaleza ofrecía a la guerrilla, a la emboscada, a la sorpresa, única modalidad de combate en que podía relativizarse la inferioridad de sus recursos bélicos. La autorización solicitada por el Ejecutivo para mantener reforzada por otros quince meses con 1.500 efectivos la línea del Malleco fue aprobada en la Cámara por 47 votos a favor y 20 en contra, y antes de finalizar agosto de 1870 regía como ley de la República. |