Una historia de pobreza y exclusión
Hacia la década de 1840, Santiago conservaba todavía las características de la vieja ciudad colonial. Aristócratas y plebeyos convivían sin demasiados problemas en una ciudad pequeña y tranquila, donde sólo los campanarios de las iglesias y conventos destacaban en una traza regular y uniforme. En las décadas siguientes, la ciudad experimentó un rápido crecimiento, que la llevó a pasar de 90.000 habitantes en 1854 a 507.000 en 1920. En ese período, una gran masa de población se desplazó desde las zonas rurales para instalarse en la periferia santiaguina, dando origen a extensos barrios marginales desprovistos de servicios públicos y de precarias condiciones materiales.
El crecimiento de los barrios marginales a partir de la segunda mitad del siglo XIX, contrastaba con la imagen de una ciudad próspera y pujante que se podía observar en las elegantes mansiones construidas por la élite enriquecida gracias la expansión económica, así como en el vasto programa de remodelación urbana que llevó a cabo el edil Benjamín Vicuña Mackenna entre 1872 y 1875 y que fue continuado por las siguientes administraciones. El contraste entre la opulencia de los barrios aristocráticos y el cuadro de miseria que presentaban las barriadas populares se hizo cada vez más notorio, dando lugar a un arduo debate ideológico al interior de la propia élite. Paralelamente, surgieron movimientos sociales que demandaron un reparto más justo del excedente y protestaron por las condiciones de vida de los sectores populares.
La modernización económica y el crecimiento del aparato estatal trajo consigo nuevas oportunidades de empleo. Sin embargo, la gran masa de los migrantes que llegaban a la capital subsistía en gran medida por empleos informales y no calificados. Las condiciones de trabajo dejaban mucho que desear y la inexistencia de una legislación laboral agravaba la precariedad en que vivía la población pobre de la ciudad.
Las condiciones en que vivían los sectores populares dejaron asombrados a los observadores extranjeros por la miseria imperante. Los barrios marginales de la periferia de Santiago, excluidos de los servicios públicos como fruto de una política de segregación urbana, presentaban condiciones de vivienda, seguridad y salubridad deplorables. El espacio urbano periférico comúnmente era loteado por empresarios que construían conventillos o rancheríos y luego los alquilaban a familias pobres de la ciudad. Los conventillos, una doble hilera de habitaciones pequeñas e insalubres que compartían un pequeño callejón en común, se convirtieron en el centro de la polémica cuestión social. El hacinamiento, la falta de agua potable y alcantarillado, así como la precariedad de la construcción, fueron factores que ayudaron a la propagación de enfermedades infecciosas y a una forma de vida que era considerada como inmoral por la élite dirigente.
Los barrios marginales no sólo eran insalubres sino que también peligrosos. Las condiciones de seguridad eran mínimas, y la policía por lo general no entraba a ellos. Para la élite, ello no hacía más que confirmar la imagen que tenían de un mundo popular sumergido en la más abyecta inmoralidad y en la que pobres y delincuentes eran sinónimos. Sin embargo esa misma élite se mostró incapaz de responder con propuestas efectivas que aliviaran las condiciones de vida de las clases populares. Excluidos del poder político y de los beneficios de la modernización económica, los pobres se vieron también excluidos de la vida urbana, segregados y despreciados por los dueños del país.
|